Maldoror (Fabrice Du Welz, 2024): la justicia como vía crucis
Coescrita y dirigida por Fabrice Du Welz, Maldoror se instala en el thriller policial para tensar, plano a plano, una herida que no cierra: la de una sociedad que proclama su inocencia mientras gira la vista cuando la corrupción llama a la puerta. El film sigue a Paul Chartier (Anthony Bajon), joven policía cuya travesía personal —y moral— encarna la pérdida de la inocencia en un escenario donde el sistema, implacable, siempre cae de pie.
Desde el arranque, el uso de la cámara y el close up impone un pulso eléctrico. Los rostros ocupan el encuadre hasta volverse paisaje: cejas crispadas, sudor, pupilas buscando una verdad que se escurre. Este ritmo tenso no es un simple efecto de montaje: es una manera de mirar. La imagen interroga, hostiga, encierra; construye la “realidad” de un hecho para luego redefinirla a través del lente, evidenciando que todo procedimiento —policial, judicial, mediático— es también un dispositivo que fabrica sentido.
Ese andamiaje visual sostiene el corazón temático que propones: la justicia como camino a la frustración. Aquí no hay reivindicación del héroe; no hay catarsis ni redención posible para el investigador. Cada avance se paga con una renuncia y, cuando la maquinaria institucional decide moverse, lo hace tarde, de forma parcial o abiertamente contra la verdad. El sistema triunfa sobre las apetencias de justicia y convierte al protagonista en un testigo exhausto de su propia impotencia. Bajon compone a Paul con una delicadeza contenida: hombros que se encogen a medida que el caso se expande, mirada que aprende a desconfiar incluso del espejo.
En paralelo, el amor aparece como vehículo para categorizar la pérdida. La relación entre Paul y Jeanne “Gina” Ferrara (Alba Gaïa Bellugi) no ordena el caos ni ofrece salidas románticas; clasifica duelos: el íntimo, el profesional, el social. Allí el afecto no cura, pero nombra lo que se quiebra. Es el inventario emocional que permite medir cuánto hemos dejado atrás en nombre de una verdad que quizá nunca llegue a formularse.
Maldoror desnuda la corrupción de la sociedad belga sin subrayados discursivos: la vergüenza pública ante la policía corrupta funciona, paradójicamente, como coartada moral de una comunidad que se proclama ingenua y al mismo tiempo se da la espalda frente a su propia naturaleza corrupta. Pasillos, ventanillas, firmas, sellos: el film confía en la geografía burocrática para explicar por qué la verdad, cuando emerge, ya no tiene fuerza para reparar.
El elenco sostiene este mundo con precisión quirúrgica. Alba Gaïa Bellugi evita el cliché de “tabla de salvación” y se mantiene como contraplano ético; Alexis Manenti (Luis Catano) y Sergi López (Marcel Dedieu) aportan esa ambigüedad necesaria para que la red de silencios y favores se vuelva verosímil; Laurent Lucas, David Murgia, Béatrice Dalle, Lubna Azabal, Jackie Berroyer, Mélanie Doutey, Félix Maritaud, Guillaume Duhesme, Paul Richard Mathy y Epona Guillaume completan un reparto que parece respirado en la calle antes que ensayado en un set, dando a cada escena un filo áspero, casi documental.
En su núcleo ético, el tema fundamental es la lucha contra la pederastia y la trata de niñas. La película hurga allí donde más duele y evoca ecos de grandes casos de prostitución infantil en Estados Unidos y en América Latina, no para reproducir el horror, sino para señalar cómo florece cuando el Estado falla y la sociedad prefiere indignarse a distancia. Esa perspectiva permite una comparación iluminadora con Sonidos de libertad (Sound of Freedom): si aquella apuesta por la épica del rescate y la figura del héroe redentor, Maldoror elige el procedural gris en el que no hay misiones concluyentes, solo papeles que se extravían, testigos que se cansan y víctimas que llegan demasiado tarde a la categoría de “protegidas”. La diferencia no es solo de tono: es de tesis. Du Welz no busca esperanza inmediata; apunta a la estructura que produce el daño.
La puesta en escena, seca y rugosa, se nutre de un sentido de justicia que la película sabe imposible de satisfacer. La tensión de los primeros planos, la respiración pegada a Paul, la textura húmeda de una ciudad que parece oxidarse a cámara lenta: todo colabora en romper con la promesa de la reivindicación del personaje. Lo que queda es un cuerpo cansado y una conciencia más lúcida. Y, quizá, la intuición de que mirar también es asumir una cuota de responsabilidad.
Veredicto: Maldoror es un thriller moral de poros abiertos que entiende que la verdad no basta cuando las instituciones están diseñadas para preservarse antes que para reparar. Duele y, sobre todo, incomoda. En tiempos de relatos salvadores, su negativa a ofrecer redención es su gesto más valiente.

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