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No es nada sencillo hacer del miedo una poesía. Suena complejo, ñoño y pedante pero, oye, cuando se consigue todo lo demás no importa. Si hablamos específicamente de estética, de forma por encima de fondo, ‘El bosque‘ es el trabajo más redondo de M. Night Shyamalan. A lo largo de su carrera, ni antes ni después consiguió un acabado visual tan hipnótico, un mimo por el detalle tan deslumbrante, un conjunto de escenas tan bonitas. Y volvemos al azúcar. Si lo olvidamos, durante un momento, nos queda el esqueleto, la historia, la trama y, de nuevo, el misterio. Podemos quedarnos con él o, en un movimiento que requiere más intensidad aún, observar más allá y lanzarnos de lleno a la reflexión sociológica del miedo que ofrece Shyamalan, al retrato del ser humano como fuente inagotable de temores, una fábrica de escudos contra lo desconocido, contra la barbarie, contra el dolor.
Todas las influencias de Shyamalan están presentes en una película que irradia poesía cinematográfica en cada una de sus escenas. Complicado, casi imposible, destacar una por encima de las demás. El primer ataque de los monstruos al pueblo, esa mano esperando en medio del silencio y, sí, ese desenlace inesperado, giro final nada gratuito que aporta la dimensión total a una película que, hasta ese punto, ya había conseguido el suficiente número de triunfos como para respirar tranquila. Ese epílogo, puro Shyamalan, condensa toda la esencia de esta rotunda obra maestra.
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