Nosferatu – Crítica de la película

Nosferatu – Crítica de la película

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Al hablar de Nosferatu, en cualquiera de sus hoy múltiples iteraciones, es necesario mantener un hecho en mente: que la original dirigida por F.W. Murnau y escrita por Henrik Galeen, de 1922, era en realidad una adaptación no oficial y no autorizada de Drácula, la novela de Bram Stoker. Estamos, pues, ante una historia que ha sido recreada y reinterpretada demasiadas veces para contarlas, dentro y fuera del cine.

Lo cual no quiere decir que sea imposible plantear algo nuevo dentro de los márgenes de lo establecido. Sin embargo, es innegable que, con su proyecto pasional de años, el consagrado director de La bruja (2015) y El faro (2019), Robert Eggers, se impuso la compleja labor de proponer una relectura que existiese más allá del mero capricho creativo, y que pudiese sostenerse ante otras que le precedieron con éxito. Para citar sólo dos de las más pertinentes: Nosferatu, el vampiro (1979) de Werner Herzog, y Drácula, de Bram Stoker (1992), de Francis Ford Coppola. Es decir: ¿cómo –y para qué– realizar una adaptación/remake más de una obra tan monumental?

Digamos que la película Nosferatu de Eggers es el matrimonio entre las sensibilidades e intereses estéticos de un cineasta cuya afinidad por el terror gótico y psicológico deviene, en este particular caso, en una visión narrativamente constreñida por su propia devoción hacia el clásico expresionista.

En la superficie, estamos ante la misma trama que la de sus predecesoras: es el siglo XIX y Thomas Hutter (Nicholas Hoult), un novato en una compañía de bienes raíces de Wisborg, Alemania, es enviado a su primera asignación: viajar a Transilvania y obtener la firma de un misterioso conde, que ha comprado una casa en la ciudad. Para ello, tendrá que dejar atrás por unos días a su amada esposa, Ellen (Lily-Rose Depp), quien resiente su soledad y sufre terrores nocturnos. O tal dicen quienes la diagnostican como histérica.

Quienes algo sepan sobre la historia de la llamada “histeria femenina” en el siglo XIX, podrán intuir el rumbo que Eggers plantea para su remake. Si bien el director comienza su relato adoptando la óptica de Thomas, no tardará en decantarse por la perspectiva de su protagonista femenina, quien es el centro de una primera escena crucial que reencuadra la trama original de Galeen. Se nos revela que Ellen y el vampiro (Bill Skarsgård, entre montañas de prostéticos y pieles) tienen un pacto, una especie de vínculo secreto, íntimo, quizá incomprensible. La sombra del Conde Orlok se extiende en su mente, dentro de ella, como una fuerza ingobernable que ha de traer tragedia a quienes la rodean.

La película Nosferatu original era una expresión de un miedo colectivo, una manifestación visual de los abismos grotescos de la sociedad alemana de entreguerras, convulsa y perversa. Eggers toma el esqueleto y propone un viaje en sentido contrario: hacia el interior de personajes que luchan contra deseos primarios que son incapaces de articular, ya ni decir expresar y mucho menos satisfacer dentro de la época en la que existen. Por mucho que lo intenten y se refugien en las instituciones de lo sagrado o lo socialmente aceptado, están trágicamente destinados a sucumbir.

Las películas de Robert Eggers son, en esencia, relatos junguianos sobre personajes arrancados de la civilización y enfrentados con la naturaleza, tanto en el sentido del mundo exterior como de su naturaleza interna. Quizá ninguna más que esta expresa, en forma tan literal, entre una mujer y la oscuridad que intenta reprimir dentro de sí.

Lo cual no quiere decir, por fortuna, que la película Nosferatu de Eggers sea una de esas producciones tan oscuras en su fotografía que no podemos ver nada en el cuadro. Por el contrario: el director y su fotógrafo, Jarin Blaschke (con quien ha colaborado en todos sus largometrajes) quieren que veamos esas sombras con claridad. Se trata de una película que abraza la luz en la penumbra –temática y formalmente–, a medio camino entre el expresionismo de Murnau y el naturalismo de la versión de Herzog.

Sin embargo, casi en todo momento evoca una frialdad emocional en el espectro opuesto a la sensualidad casi artificial del Drácula de Coppola. Quizá se justifica porque ésta no es una historia sobre un hombre que desafió a Dios para “cruzar mares de tiempo” y encontrarse con su amada en otra vida. Si acaso, estos personajes están siempre aislados física y psicológicamente por una gelidez formal de claroscuros, planos frontales sostenidos, esquemas de colores fríos que transmiten su soledad interna, no obstante cualquier promesa de amor eterno o fidelidad.

En ese sentido, Nosferatu de Robert Eggers no está exenta de tropiezos por cuestiones de casting, dirección de actores y diseño de personajes. A veces, las actuaciones parecen estar en registros distintos. Depp da bandazos entre una contención que más parece apatía, y la perturbación psicológica más extrema (el rol fue originalmente escrito para Anya Taylor-Joy). Willem Dafoe, siempre un deleite en pantalla, a veces eleva los ánimos hacia los territorios excéntricos de su otro científico loco, el de Pobres criaturas (2023). Aaron Taylor-Johnson entrega ocasionales momentos de comedia que, a juzgar por su inexpresividad, no son intencionales (o al menos no del todo).

Y luego está el vampiro titular, el Conde Orlok, a quien Skarsgård dota de una contundencia vocal sin precedentes para el personaje. En términos de diseño, sin embargo, el resultado sin duda será uno de los elementos más divisivos de este remake. Para crédito de todos los involucrados, una vez más, es complicado partir de una obra icónica y conseguir algo con suficiente identidad propia sin desviarse tanto del original.

Obviemos detalles, sobre todo para honrar el enorme esfuerzo de Eggers por revelar a esta fuerza de la naturaleza al mismo ritmo paulatino que las aflicciones de la protagonista. Sólo digamos que “zombi cosaco” es una decisión que resulta, cuando menos, interesante. Por fortuna, debajo de las gruesas capas de maquillaje, está la expresiva mirada de Skarsgård para transmitir un perverso sentido de humanidad.

Respecto a la cuestión de para qué hacer un remake, Eggers ofrece una respuesta satisfactoria. Su Nosferatu es un viaje fotográficamente bello pero atmosféricamente asfixiante hacia los oscuros terrenos de la represión sexual, inexplorados por el clásico expresionista. Pero más allá de sus tropiezos, la ironía está en que, de cierto modo, Eggers ya nos había llevado a estas penumbras, ahí donde habitan Proteo y Black Phillip. Quizá no hacía falta despertar al mítico vampiro para contar esta historia.

autor Este no es el droide que estás buscando. Crítico y periodista de cine, actual editor en jefe de Filmelier en México y Brasil. También edita el blog de Film Club Café.

Contenido original de Cinepremiere.com.mx

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