Queer – Crítica de la película

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Para no recalcar demasiado lo evidente, Luca Guadagnino entregó no uno, sino dos largometrajes en 2024. Pero el punto no va hacia comparar la más reciente película Queer con Desafiantes, sino para hablar de la versatilidad del cineasta italiano para mantener cierta unidad temática a través de una filmografía que atraviesa los más diversos géneros, historias y épocas.
¿Cómo describir el cine de Guadagnino? Quizá cabría hacerlo como una colección de historias sobre el deseo, el erotismo y el amor, tantas veces consumados como son frustrados por tabúes sociales, circunstancias desafortunadas y abismos emocionales que van desde la melancolía a la inseguridad y una obsesión destructiva por poseer al otro casi al grado de consumirlo. Tal alegoría fue hecha literal por Hasta los huesos (2022), su road movie de terror y romance entre caníbales.
Quizá sea ésta la comparación más pertinente para aproximarse a los terrenos donde opera la película que nos concierne, con un guion escrito por Justin Kuritzkes (guionista de Desafiantes) a partir de la novela homónima de 1985 escrita por William S. Burroughs. Su trama sigue al estadounidense William Lee (Daniel Craig), un alter ego del autor que, expatriado y con severos problemas de adicción, se refugia en días interminables de alcohol y encuentros sexuales con otros hombres en la Ciudad de México de los años 50.

Ahí conoce a Eugene Allerton (Drew Starkey), un joven dispensado de la marina que, como él, ronda los bares y las simpatías de la comunidad en la ciudad. Lee queda absoluta y completamente obsesionado con este hombre, con quien inicia una relación intensa en lo físico pero distante en lo emocional, lo que acentúa aún más sus inseguridades y, en consecuencia, sus adicciones. Poco después, Lee es consumido por la idea de conseguir una planta latinoamericana que, según ha leído, expande la “sensibilidad telepática” de las personas, y que ha sido utilizada por la CIA y por la URSS en experimentos para tales fines.
Craig interpreta a Lee con tal incomodidad consigo mismo que, por sí solo, inspira patetismo en sus torpes intentos por establecer algún tipo de conexión sexual. Pero en la película Queer, Guadagnino aspira a exaltar la soledad y la merma emocional de su protagonista no burlándose de él, sino destacando también su melancolía, su hambre de amor y contacto. En conjunto, estas facetas del personaje se traducen en una sufrida añoranza que el director traduce de la página a la pantalla con un recurso visual simple, pero poderoso y que brinda los momentos más bellos de la película. El deseo de Lee no es canibalesco en absoluto, pero sí que se le parece en su ímpetu posesivo, prácticamente de control.
Mientras tanto, Starkey hace de Allerton una bestia elusiva, fascinante, siempre fuera de alcance para el tacto famélico y ansioso de Lee. Entre ambos hombres existe un abismo espiritual inexorable, producto de sus circunstancias internas y externas.

Dicho distanciamiento psicológico es expresado, en lo externo, por los entornos en que existen los personajes de la película Queer. En un nivel superficial, son estadounidenses atrapados en un México que parece más un purgatorio: siempre la misma cuadra, siempre el mismo cuarto de hotel y el mismo bar, en una reiteración que Guadagnino extiende hasta provocar cierto grado de hartazgo y disociación.
Y su Ciudad de México, independientemente de sus aspiraciones a la fidelidad histórica (pueden apreciarse detalles como el Monumento a la Revolución, carteles de películas con Pedro Armendáriz y botellas de cerveza con el viejo logo de Carta Blanca), desprende una cierta irrealidad “wesandersoniana”. No es exactamente un cumplido en sí mismo, pero hay que reconocer que abona a la sensación de dislocamiento físico y emocional de los personajes.
El desafío de adaptar Queer a una película, sin embargo, es que el drama radica en esta compleja interioridad de sus personajes. Guadagnino y Kuritzkes logran establecerla temprano en el metraje, pero invierten tanto tiempo en este purgatorio psicológico con ellos, que se siente agotada cuando llega el giro de tuerca del tercer acto, cuando la trama “externa” comienza a avanzar de verdad. Se convierte en algo más cercano a un relato de Rossellini o Antonioni en la selva amazónica de Sudamérica: el cuadro está repleto de vida y belleza, pero el relato se enfoca en personajes demasiado ensimismados para vivir o siquiera intentar saciar sus vacíos interiores.

Es a través de la interioridad de los personajes que, en el tercer acto, el director entrega una muestra de lo que mejor hace: jugar de formas interesantes con entrecruces de géneros y estilos. Consigue mezclar el surrealismo y el body horror en una alucinante –y extrañamente erótica– culminación del ferviente deseo de cruzar el espejo y ser, tal cual, uno con el otro hasta los huesos.
Pero, dramáticamente, poco es saciado en un metraje que, para lo que relata, resulta un tanto excesivo con sus casi dos horas y 20 minutos. Quizá había que ser menos indulgentes con la reiteración en esta bella, turbulenta y dolorosa representación de la soledad, la frustración erótica y la devastación espiritual. Sobre todo si se considera lo emocionalmente extenuante que, de este lado de la pantalla, puede ser atravesar tales tormentas.

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