Beau tiene miedo – Crítica de la película

Silencio. Los créditos comienzan a aparecer en la pantalla. Unos segundos antes, atestiguábamos cómo un hombre atormentado era absorbido por la culpa que le provocaban sus acciones cotidianas, juzgado en medio de un tremendo –y tremendista– ataque de paranoia. Hace unos segundos éramos parte de una travesía épica y, ahora, estamos solos con nuestros pensamientos. En la película Beau tiene miedo, el director Ari Aster hace justo eso: nos confronta con nuestras peores pesadillas para después abandonarnos en la oscuridad de la sala con nada más que una luz apuntando hacia nuestros ojos. Sin más, todo se acaba.
Durante los primeros segundos de ese espacio final, el espectador podría pensar que se trata de una grosería por parte del cineasta. ¿Cómo dejar a la audiencia así, sin respuestas, sin consuelo alguno después de lo que se acaba de ver? Sin embargo, esa apabullante “nada” es el arma secreta de la cinta. El silencio nos permite pensar en todas las formas posibles de ordenar los eventos que se nos acaban de presentar y, por tanto, nos vemos en la obligación de recordar y revivir con impaciencia aquello de lo que ya no queríamos saber nada. Porque, sí, el viaje nos cansa, pero resulta adictivo reiniciarlo una y otra vez en nuestra memoria.

El protagonista de este viaje es Beau (Joaquín Phoenix/Armen Nahapetian), una persona que, si no fuera por su hipocondría, su histeria y su incapacidad para relacionarse, no destacaría mucho en ningún ambiente. Después de ir a su sesión habitual con su terapeuta (Stephen McKinley Henderson), Beau regresa a casa, duerme un poco y, al día siguiente, se prepara para ir a visitar a su madre, Mona (Patti LuPone/Zoe Lister-Jones), por el aniversario luctuoso de su padre, pero una incómoda serie de eventos, que comienza con el robo de sus llaves, le impide llegar a tiempo.
Beau tardará más días de los previstos en llegar, porque el viaje comenzó en su casa, pero, de repente, se encuentra con una familia en extremo estadounidense y muy poco ortodoxa que lo adopta. Después está en la camioneta de una adolescente drogadicta. De repente, lo rodea el frío bosque y lo persigue un exsoldado con estrés postraumático totalmente enloquecido, disparándole a diestra y siniestra. Luego lo vemos como parte de una compañía de teatro ambulante cuya obra lo lleva a través de una versión bastante retorcida de su existencia, en una secuencia hecha con una animación colorida y prístina (gran trabajo de Cristobal León y Joaquín Cociña). El recorrido comienza como una sátira al cine criminal y de terror de los 70, para convertirse, hacia la mitad, en una versión muy libre y extraña de El mago de Oz (1939), si esta fuera dirigida por David Lynch.

Crítica de la película Beau tiene miedo
La llegada del personaje principal a todos estos puntos es interrumpida por constantes cortes a negro que crean largos intervalos en la narración. Además, de vez en cuando se presentan flashbacks a la juventud del protagonista, donde conoce a la enigmática Elaine (Parker Posey/Julia Antonelli).
Al ver estos cortes e inserciones, no se puede evitar pensar que así es la vida. Cuando menos lo esperas, cierras los ojos y, a veces, despiertas para darte cuenta que no recuerdas nada. Que perdiste tiempo. Y eso es tan desolador, tan decepcionante, que no te queda más que continuar. Quizá la edición de Lucian Johnston y la fotografía rebelde y asfixiante de Pawel Pogorzelski son los elementos que le dan sentido a la película en los momentos en los que carece completamente de él. A ratos, hay más forma que fondo.

Aunado a esto, está la sólida interpretación de Joaquin Phoenix. Entregándose de lleno a la histeria y la ansiedad, hace de la propuesta una verdadera colección de sentimientos y emociones. Desde enojo hasta tristeza, pasando por desasosiego.
Beau tiene miedo es una película que desafía la creencia de que toda narrativa tiene que dar una lección a quien asiste al cine. Tal vez, a veces, lo que necesitamos es hacernos cuestionamientos. Aster lo sabe bien. Por eso, idiosincrático como es, nos deja en ascuas y nos lanza contra el monstruo del ático. Cuando estamos en plena batalla caemos en la cuenta de que no todo lo que nos sucede tiene que significar algo.

Es cierto que el proyecto no explora las relaciones familiares como Hereditary (2018), su ópera prima en largometraje, y opta por un ángulo más surrealista, sensorial, crudo y perturbador, que se parece mucho al de su corto Munchausen (2013). Aún con esto, la experiencia es satisfactoria. Eso sí: si alguien les acompaña a verla, es probable que necesiten preparar una lista de disculpas para ofrecer después de 3 horas de epopeya abstracta que seca el cuerpo y la mente.

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