Cuando acecha la maldad – Crítica de la película
En los primeros minutos de Cuando acecha la maldad, y luego de escuchar disparos en el bosque, dos hermanos se internan en el bosque para encontrar un cuerpo mutilado —partido por la mitad—, además de un maletín que contiene una colección de instrumentos peculiares. El hombre lleva consigo la dirección de María Elena, una mujer que vive cerca de ahí. Pedro y Jaime se dirigen a su casa tan sólo para descubrir que el cuerpo —y los instrumentos— pertenecen a un “limpiador” y que Uriel, uno de sus hijos, se encuentra postrado en cama, cubierto de pústulas y horrible, horriblemente hinchado. Para cuando logran dar aviso a las autoridades, todos saben ya qué sucede: Uriel está poseído.
“Hay un embichado en el pueblo”, les dice Pedro. “Un encarnado.”
Una insólita anexión al cine de posesiones demoniacas, Cuando acecha la maldad no sólo es quizá la mejor película de terror del año pasado, sino un ejemplar del cine engendrado por el COVID-19. Y es que, lejos de llevar a la pantalla virus desconocidos y enfermedades incurables —o más de esos zombis que se niegan a morir, aunque no vayan ya para ningún lado—, lo que la pandemia habría de inocular en el género sería la paranoia propia del confinamiento y la claustrofobia y, sobre todo, los estragos de estas en la sociedad. Uriel es portador del “Mal”, así en mayúsculas. Su posesión es sólo el comienzo de una virulenta epidemia que convierte a sus vecinos —y a sus animales— en portadores a su vez de esa maldad que ha encarnado en el joven, y que amenaza con extenderse más allá de la comunidad.
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Escrita y dirigida por Demián Rugna, responsable de Aterrados (2017) —otro clásico instantáneo— y quien ha dirigido lo mismo acción que comedias —aunque, eso sí, muy negras—, el guion obtuvo el premio Runner Up en el Pitchbox del Festival de Sitges en 2021 —en pleno confinamiento—. Y, si bien ha dicho que obtuvo la idea de una serie de noticias sobre el uso de pesticidas en su natal Argentina, así como los problemas de salud asociados con ellos, lo que es un hecho es que aborda el horror sobrenatural con un realismo muy alejado de los ambientes góticos tradicionales del género.
El escenario de la campiña, tan cotidiano como el del suburbio en su anterior cinta, resulta en el escenario idóneo para retratar el aislamiento, y esa soledad de personajes que se saben abandonados a su suerte, impotentes ante ese mal que los convierte en criaturas irracionales, y que se esparce como una enfermedad. Como un virus, pues.
Rugna construye esa tensión de manera magistral, por medio de esa violencia siempre inesperada —como consta en la escena más memorable de la película—. Y es que esa es la maldad que acecha en la cinta: la de la desconfianza en el otro, y la descomposición de la comunidad y las instituciones que hemos construido para protegernos. La gente hace cosas estúpidas cuando está asustada; creemos que somos la excepción, y que las cosas malas solo les pueden pasar a otras personas. Pedro y su hermano tienen buenas intenciones: saben que no pueden esperar ayuda de las autoridades. La única manera de evitar que ese mal se continúe esparciendo es seguir una serie de reglas tan precisas como arbitrarias, y del conocimiento arcano de los “limpiadores” —los exorcistas de esta historia—. Y al hacerlo, sin embargo, sólo consiguen diseminar el caos.
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