Los que se quedan (The Holdovers) – Crítica de la película
Historias de Navidad hay muchas. Están las típicas comedias románticas que llegan a streaming cada fin de año, las propuestas animadas con grandes mensajes, y las que abordan la festividad desde el mayor optimismo. Pero también podemos encontrar, en algunas ocasiones, propuestas donde la Navidad es sólo un punto de partida para hablar de algo más profundo. Algo con lo que todos se pueden identificar. En su nueva película, Los que se quedan, el director Alexander Payne (Entre copas, Los descendientes) utiliza los árboles, la decoración navideña y la nieve para ahondar en tres almas rotas que comparten muchas cosas entre sí. Y no son precisamente las más agradables.
Paul Hunham es un profesor bastante enojón y estricto de un prestigioso colegio americano. Para su mala suerte, debe pasar las vacaciones de Navidad dentro del campus. ¿Su misión? Hacerse cargo de los estudiantes que, por diversas razones, no pueden estar con su familia en esas fechas. La convivencia lo llevará a pasar más tiempo del que quisiera con Angus Tully, un inteligente y problemático joven que vive sus propios traumas; pero también con Mary Lamb, la jefa de cocina del colegio que recientemente perdió un hijo en la guerra de Vietnam.
Desde la aparición de los créditos iniciales, Alexander Payne deja en claro el tipo de película que estamos viendo: un ejercicio clásico y melancólico, pero no por eso menos interesante, sobre tres personajes rotos. Tres seres que, con la Navidad exaltando sus emociones, deben convivir y compartir su miseria para no hundirse aún más. Puede que, en primera instancia, esa descripción los haga ver Los que se quedan como una película oscura y depresiva, pero en realidad hay una importante dosis de comedia que aterriza a la perfección. Su brillante ejecución hace que esta película, poco a poco, se convierta en un rayo de luz para todo tipo de espectador.
En manos de un actor mediocre, el profesor Hunham podría ser molesto e incluso un cliché andante. Pero lo que hace Paul Giamatti con él es simplemente una maravilla. Sí, en ocasiones grita o es más expresivo de lo necesario, pero una vez que se revela cuál es su frustración con la vida, todo encaja de gran manera. Sus gestos, miradas y modulaciones vocales hacen que su trabajo sobresalga. Lo mismo puede ser un hombre gruñón que una inesperada figura paterna, y eso es algo que pocos actores pueden lograr de forma tan convincente como Giamatti. Cualquier premio de interpretación es merecido para reconocer a uno de los mejores profesores que ha dado el cine.
Da´Vine Joy Randolph carga con un personaje más complejo pero que, irónicamente, se muestra más contenido. Está presente en el colegio, trabaja sin parar todos los días, convive con sus compañeros y debe mostrar rigor en su labor. Pero hay un gran detalle con ella: no existe. Su Mary ha sufrido el dolor más grande que cualquier madre podría enfrentar. Y trabajar para decenas de jóvenes, que todo el tiempo le recuerdan al hijo que perdió, no le hacen la vida más sencilla. Randolph es la parte terrenal de la película, y su brillante interpretación demuestra que, ante el dolor, es complicado seguir. Pero a veces no queda otra opción, y vivir debe valer la pena.
Los que se quedan no sería lo mismo sin Dominic Sessa, quien aquí hace su debut como actor. Acudió al casting al mismo tiempo que estudiaba actuación, y venció a decenas de jóvenes en el proceso. Verlo en pantalla como Tully demuestra por qué fue la elección de Payne, pues su trabajo destaca de gran manera. En más de una escena logra darle gran réplica a Paul Giamatti con resultados sobresalientes. Se desenvuelve ante la cámara con naturalidad, tiene química con sus compañeros (sin importar su edad), y carga con el peso de importantes secuencias. Cuesta creer que sea su primera interpretación, pero no que tendrá una gran carrera en la industria.
Aunque se trata de una historia original escrita por David Hemingson, es imposible no pensar en aquellos clásicos donde la relación profesor-alumno marcó a más de uno. Hunham es uno de esos profesores que termina por dar más aprendizajes fuera del aula. Y ese tipo de enseñanzas terminan por quedarse no sólo en Tully, sino también en los espectadores. De mucho ayuda que la película esté situada a principios de los años 70, cuando no había ni rastro de la tecnología que hoy evita mucho contacto humano. Sin dicha herramienta, sin compañeros, pero con una gran pena a sus espaldas, los tres personajes principales se sienten irónicamente acorralados en la inmensidad del colegio.
Técnicamente, a la película no se le puede criticar algo. El diseño de producción, la fotografía y la música realmente hacen que el espectador entre en la época donde se desarrolla la historia. Mejor aún: Los que se quedan provoca una sensación de verdaderamente estar viendo una película de los 70, y eso se agradece. No hay una nostalgia artificial o un intento desesperado de apelar a lo retro para ganar el cariño de los espectadores. Sólo hay una historia de emociones humanas, personajes verosímiles, y un entorno que los lleva a lo más profundo para sacar lo mejor (y lo peor) de sí mismos. Una contundente prueba para quienes aún dudan que menos es más.
En tiempos de grandes franquicias, producciones pretenciosas e historias vistas hasta el cansancio, Los que se quedan es un tremendo remanso de paz. Y también un futuro clásico navideño como los que ya se extrañaban. Giamatti, Sessa y Randolph forman un trío perfecto que evidencia los efectos de la pérdida. Sin embargo, esto no sucede desde el resentimiento y la amargura, sino desde las ganas de salir adelante y encontrar un sentido a la vida. Si bien, no descubre el hilo negro (y tampoco tenía por qué hacerlo), Alexander Payne está de vuelta con una de sus mejores propuestas. Un relato que habla de amistad, solidaridad y el doloroso proceso de aceptar la realidad. Un relato que habla de las cosas que verdaderamente se quedan.
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