¡Cruzamos el meridiano del festival! (léase con la voz de Joaquín Prat, no el de los telediarios de Antena 3, sino su padre, el que ponía voz en off al NO-DO). Y, con la excepción de James Gray y su Armageddon Time, las grandes películas siguen sin aparecer -aquí viene el meme del señor “a ver que yo lo vea”. Aún queda medio festival, es cierto (también medio crítico), pero por ahora a Cannes 2022 sólo se le puede calificar de correcto (además de soporíferamente continuista). Una prueba de ello: el realizador sueco Ruben Östlund (Styrsö, 1974), ganador de la Palma de Oro en 2017 con The Square (y no sin buena bronca en el jurado que presidía Pedro Almodóvar), y poseedor de una carrera que siempre se ha situado entre la incomodidad amarga y violenta de Michael Haneke y un sentido de la comedia cercano al de Ricky Gervais (siendo siempre mucho mejor en lo segundo, que en lo primero, como bien prueba su mejor película: Fuerza mayor de 2014).
Así que en principio Triangle of Sadness no pintaba mal: comedia pura en su vertiente más ácida, la película de Östlund busca convertir en carne picada a pijos, influencers y multimillonarios de todo tipo, a través de un desastroso crucero por la Polinesia que, en sus mejores momentos (los más escatológicos) podría acercarse a Monty Python y en los peores, bueno, probablemente a sí mismo. Es tal el desprecio del realizador por sus personajes que no duda en subrayar su estupidez una y otra vez y, ahí, no hace diferencia entre modelos de Abercrombie y trabajadores indígenas con el peor de los trabajos en el barco. Para Östlund todos son gentuza, ni siquiera parece ver diferencia entre izquierda y derecha porque él planea por encima del bien y del mal, sin darse en cuenta ni de refilón que él también forma parte de ese cuadro ridículo elevado a la máxima potencia. ¿Eso significa que la película no es graciosa? Ni por asomo, no sólo te ríes en muchos momentos, sino que es probable que posea los 20 mejores minutos de toda su obra: aquellos en los que la tripulación de ricos empieza a vomitar y cagarse encima indiscriminadamente ante el temporal que sacude la nave. Sólo por eso, Triangle of Sadness, ya pasará a la historia como uno de los momentos escatológicos más divertidos del cine moderno (si se tiene estómago para ello, claro). El resto ya es otro cantar, porque no es que Östlund esté lejos de Luis Buñuel o de Juan Cavestany, es que ni siquiera se acerca a The White Lotus, la serie de HBO que venía a contar lo mismo que la película de Östlund de forma mucho más fina, hiriente e inteligente. Y en el último tercio de la película, parodiando Supervivientes VIP, ya ni siquiera me apetece entrar…
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Si alguien sabe que la comedia no es un terreno para ególatras y sí un rico huerto donde hacer crecer exabruptos que, bien por vía del surrealismo, bien por vía del cariño desmedido hacia la noble estupidez humana, ese es sin duda el realizador francés Quentin Dupieux. Poseedor de varias películas que ya son clásicos chiflados de nuestra comedia reciente: Rubber (2010), Wrong Cops (2013), Mandíbulas (2020); ha presentado en la sección Midnight Screenings su última y deliciosa locura, Smoking Causes Coughing. Los protagonistas de la película son una especie de Power Rangers que se enfrentan a kaijus mutantes -el primer duelo con la tortuga ya es de ovación- con sus poderes especiales derivados de los productos nocivos del tabaco (de hecho, así son sus nombres de guerra: Nicotina, Mercurio, Benceno, Metanol y Amoníaco). Con un líder-rata asquerosa que parece un muppet de El delirante mundo de los Feebles (1989) de Peter Jackson, este equipo de super-héroes de estar por casa deberá retirarse al campo para volver a encontrar la armonía un poco gastada tras tanta misión fantástica. Será ahí cuando los miembros del grupo jugarán a contar historias de terror salvaje (todo con un gore delicioso), faena hasta a la que se apunta un esturión a la plancha. Porque en el cine de Quentin Dupieux todo es posible con tal de sacar un sana carcajada al espectador. El mundo de Dupieux es decididamente absurdo, ridículo, hasta soez, y sin embargo es absolutamente maravilloso en su candor, en su amor a unos personajes ridículos metidos en situaciones totalmente delirantes. Hay que tener corazón para saber reírse. A ver si Östlund se anima a ver la película de su colega y así aprende algo.
Alejandro G. Calvo
Valeria Bruni Tedeschi ya había dedicado su segundo largometraje como directora, Actrices (2007), al mundo del teatro visto desde su experiencia de mujer de cuarenta años. En Les Amandiers regresa a este universo, pero rememorando sus inicios como estudiante en la segunda mitad de los ochenta en el Teatro de Les Amandiers que comandaba el gran Patrice Chéreau (director de La reina Margot e Intimidad). Desde los nervios de las primeras audiciones para entrar en la selecta escuela hasta la puesta en escena de fin de curso de una pieza de Chejov, Les Amandiers despliega un espléndido fresco sobre la experiencia intensa, irrepetible, de la juventud, donde el aprendizaje de la vida y del teatro se entremezclan, se confunden y se enriquecen.
Antes que Lena Dunham o Phoebe Waller-Bridge, Valeria Bruni Tedeschi ya había ejercido de maestra de la autoficción cómica. La primera parte de Les amandiers avanza vivaz y repleta de destellos humorísticos que evitan discursos demasiados altisonantes sobre el arte de la interpretación. El álter ego de la directora se llama Stella (Nadia Tereszkiewicz), en claro homenaje a la protagonista de Un tranvía llamado deseo. Pero al mismo tiempo, el nombre se presta dentro de la ficción a cierta autoparodia sobre la intensidad con que los intérpretes encaran su trabajo y su vida. Sin dejar de profesarle admiración, la directora tampoco idealiza la figura de Chéreau (a quien encarna de forma brillante su ex pareja Lou Garrel), de quien muestra desde su afición a la cocaína a la crueldad de algunas de sus decisiones.
La segunda parte del film deviene más sombría: estamos en 1986, y el SIDA y la heroína empiezan a causar estragos. La luminosidad de la primera hora deja paso a un ambiente más nocturno y lluvioso. El desarrollo impresionista inicial queda atrás y la película se centra más concretamente en la relación de Stella con otro de los estudiantes, un vínculo marcado por la adicción. Con Les Amandiers, Valeria Bruni Tedeschi firma una película soberbia en su capacidad de fluir atravesada por esa ligereza intensa e inasible de la juventud. Cuando el fin de esa época se acerca, queda sobre las tablas todo lo aprendido, todo lo sentido, todo lo amado.
Eulàlia Iglesias
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